22.10.14

Entre el final del último pucho de mi atado y el principio del que le sigue, se me empañan los ojos.
Estoy desconfiada, asustada. Tengo miedo de salir. No de mi cuarto, no de mi casa. De salir de mí, de acá, de esta cucha que me inventé. Tengo miedo. Ya no tengo quien me guarde las espaldas. Ya no estás para cuidarme.
Y a veces te extraño, pero no es eso lo que me empaña los ojos, sostengo que creo en nuestro reencuentro. A veces te extraño pero a veces lloro por miedo. Tengo tantos amigos acomodándome el alma, sosteniéndome el corazón, centrándome en mí, en la realidad, amigos que me hacen tocar el cielo con gestos chiquitos, y bajar cuando es necesario. Tengo una familia enorme. Y una más chiquita que es de fierro. Por ellos dos doy la vida. Y ellos la dan por mí. Son mis protegidos y mis protectores, siempre lo digo así. Tengo un camino que elegí y quiero seguir, una carrera que sigo eligiendo a pesar de altas y bajas. Tengo cosas que hacer, con todo lo lindo que eso implica, está bueno tener cosas para hacer hoy, hoy y mañana, y pasado también. 
Y sin embargo, estoy vacía. Cuando suena la campana, hasta el banquito te sacan, se dice por ahí. Y es cierto. Cuando empieza la pelea, al final estás solo. Ellos están ahí nomás eh, a unos pasitos, esperándome siempre a comer, bancándome en sus casas con los mates calentitos a pesar de que siempre llego media hora tarde. Ellos andan por ahí, me miman, me atienden, están atentos a mí. Pero hay una que lucho sola. Hay una pelea en la que me sacan hasta el banquito. Esa es la que cuesta más, la que es conmigo, o contra mí.